A sus 62 años, Kevin Bacon reniega sin problemas de la fama, la misma que lo ha hecho conocido en todo el mundo. El actor lleva más de 40 años dejándose la piel en cine, televisión y teatro, en obras de primer orden a las órdenes de Clint Eastwood en “Mystic River” (2003) o de Oliver Stone en “JFK” (1991).
En Conversación con El País de España, Bacon reconoce que él quería ser “actor de personajes”, un tipo respetado. Rechazó los protagonistas huecos y se quedó con los secundarios jugosos, una estrategia que muchos llamarían suicida, pero que le ha regalado tranquilidad personal y longevidad profesional. Sigue trabajando a razón de varios títulos al año. Lleva 33 casado con la misma mujer, la también actriz Kyra Sedgwick.
A pesar de todo esto, sigue sin conectar con el actual culto a la fama. Recuerda que quiso ser famoso una vez, y sospecha que se debió al hecho de ser el menor de seis hermanos. “No solo era el más joven, sino que había una gran distancia entre ellos y yo”, rememora. “Mis padres tuvieron cinco hijos muy seguidos, pasaron ocho años y de repente aparecí yo. No sé qué fue antes, si el huevo o la gallina… pero antes de saber qué era ser actor, recuerdo que quería que me vieran, que me prestaran atención, quería actuar. No te metes en el trabajo de la interpretación si no es para que la gente vea lo que haces”.
Se marchó a Nueva York con 17 años en busca de lo que hoy detesta, ser una estrella. “La gente se sorprende cuando lo admito, pero es así: me llamaba la fama. Y el dinero, y las mujeres. Quería mis portadas de revistas, soñaba con ver mi nombre en carteles gigantes”, prosigue. Empezó a estudiar interpretación y eso lo cambió todo. “Lógicamente, aún quería seguir siendo famoso, eso no lo escondo, pero me enganché a la interpretación desde un punto de vista creativo. De repente, mi sueño se transformó en ser buen actor, simplemente. Me di cuenta de que ni yo era muy bueno ni la fama era fácil, así que iba a tener que trabajar a destajo para lograrlo. El éxito pasó a ser algo secundario”, afirma.
Tenía la cabeza llena de mitos y referentes: Meryl Streep, Jack Nicholson, Dustin Hoffman, Martin Scorsese, Sidney Lumet, Brian de Palma: “Quería ser un actor de Nueva York, no de los que vivían en Los Ángeles. Era algo que se decidía entonces: quedarte en Nueva York para hacer teatro además de cine”. Pero llegó la llamada de Hollywood y con ella, “Footloose”: cine juvenil ochentero con espíritu rebelde, coreografías espectaculares, estribillos pegadizos, un héroe musculado y sensible de clase trabajadora y rural. Bacon era, de pronto, la estrella que la década parecía pedir.
“No me gustó nada. No hay forma de describir la fama, ni toda esa atención, a alguien que no lo haya experimentado. No es solo el hecho de que todo el mundo te conozca, es algo distinto. Una pesadilla”, recuerda. Su solución fue darle la espalda a todo. “No sé, me rebelé contra aquello, quizá no estaba preparado aún, aunque ya tenía 24 años. Creo que en parte era por los nombres que me inspiraban, aquellos iconos de los setenta. Footloose era una peli pop de los ochenta, no era cine de Oscar, sino lo más frívolo entre lo frívolo. También había algo de ingenuidad por mi parte en todo esto, porque si participas en algo que acaba formando parte del zeitgeist, de la cultura popular, más vale aceptarlo. Siempre puedes colgarte la medallita más adelante. No me arrepiento de haberlo rechazado todo… Es parte del proceso, de todo se aprende”, reconoce.
Bacon lleva décadas mirando Hollywood desde fuera y tiene su opinión del presente de la industria: “Ha cambiado muchísimo. Llevo años oyendo esa frase, eso de “el negocio ha cambiado”. Empecé en 1977, cuando todavía quedaba gente que había trabajado en los cuarenta y los cincuenta, y lo decía sobre el VHS o el DVD. Ahora soy yo el abuelo cebolleta que dice que el negocio ha cambiado. Gracias al Me Too, es un lugar mejor. Se prioriza la seguridad: un rodaje no debería ser una experiencia traumática o dolorosa. Basta con poner un pie en un plató. En City on a Hill hacemos una escena romántica y, aunque no haya desnudos, tenemos un coach de intimidad. Luego las redes sociales tienen su parte buena y su parte mala. Es ridículo que alguien consiga un papel por su número de seguidores, pero si lo consigue así y acaba siendo bueno, genial. Cada uno tiene su forma de llegar. Y lo bueno es que la digitalización permite que cualquier joven con ganas pueda escribir y dirigir un corto, una película”.
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