“En la NBA lo único que importa es ganar. Es ganar o la miseria. Así lo viví yo, siempre. Por eso hay que construir una cultura de trabajo, logrando que eso sea la base y que los jugadores nos tomen confianza para que hagan lo que queremos. La propuesta es que sean cada día más fuertes, disciplinados, ganadores, duros y hasta odiados por los rivales. Porque ganar, ganar uno solo”.
Era 1998, cuando Pat Riley visitó la Argentina para dar una clínica para entrenadores y en un encuentro con un grupo selecto de periodistas impactó con un discurso que pareció tan realista como extremista. Sus palabras sonaron crudas, con una exigencia que nos recordaba el “ganar como sea” de Carlos Bilardo, pero con el tiempo quedó claro que su estilo se convertiría en la fórmula del éxito. A nuestro país llegó cuando ya había construido equipos campeones, como ingeniero de los Lakers ganadores de cuatro anillos en la década del 80, pero tal vez aquel Showtime no era resumía lo que es quien hoy es conocido como El Padrino.
Riley mostró su verdadera esencia, primero en los bravos Knicks de los 90, que si bien no fueron campeones, resultaron, por caso, los enemigos principales de los Bulls de Michael Jordan entre 1992 y 1995. La amenaza de Chicago pasó a ser con Miami Heat, cuando Riley se sumó a la franquicia en 1995. Y de ese año hasta hoy, durante dos décadas y media, Pat construyó lo que soñó, un imperio a su imagen y semejanza.
El Heat es lo que es hoy por Riley, por su impronta, por su filosofía de trabajo. Pat puso primero a la franquicia en el mapa, luego construyó tres equipos campeones –dos luego de seducir al gran LeBron que dejara Cleveland y se armara un Big 3 en Miami- y ahora, casi de la nada, armó otro que está en la definición de la NBA. Un equipo sin una estrella rutilante, cuya fortaleza está en lo colectivo, no en la suma de las partes. Y Riley lo construyó a su manera, casi que con saldos y retazos, con obreros relegados por otros, con talentos que sólo su ojo clínico vio, con figuras descartadas en otros lugares, con un DT que forjó bajo su ala y le dio alas fiel a una filosofía que lo llevaría a ser hoy el coach-directivo más laureado detrás de Red Auerbach. Con ustedes, El Padrino. Y su obra de orfebrería en el máximo nivel del deporte mundial.
Pocos recuerdan su época de jugador, pero no se puede soslayar esa etapa porque allí demostró la misma lucidez que como entrenador. Siempre se ganó la vida como un obrero que entendió exactamente lo que los equipos necesitaban de él. Primero, en la Universidad de Kentucky (fue subcampeón de la NCAA en 1966) y luego, durante nueve años, en la NBA, incluso siendo parte de uno de los mejores equipos de la historia, los Lakers campeones en 1972, ganadores de 81 de los 96 partidos con Gail Goodrich, Jerry West y Wilt Chamberbain. Riley siempre entendió su rol: un suplente que entraba a defender y hacer cada pequeña cosa que requería el equipo para acercarse al triunfo. Promedió muy discretos 15 minutos y 7.4 puntos en los 528 partidos que disputó entre 1967 y 1976. Retirado a los 31 años, seguiría con una convicción que llevaba marcada a fuego desde su época con pantalones cortos: ser entrenador. Así fue que en 1979 se sumaría como asistente principal de Paul Westhead en los Lakers. Nada menos que en la temporada que llegaría Magic Johnson y los angelinos serían campeones…
A comienzos de la 81-82 reemplazaría al cesanteado Westhead y siendo rookie llevaría a los Lakers a otro anillo, éxito que repetiría en 1985, 1987 y 1988. Fue el arquitecto de una forma de juego que revolucionaría la NBA: el Showtime, aquel estilo rápido y lujoso que comandaba un base de 2m06 (Magic) que rompía con todo lo establecido y generaba una atracción especial. Un juego seductor que, sumaba con la gran rivalidad con los Celtics de Larry Bird, ayudaría a salvar a la NBA, a sacarla de una crisis de popularidad que había amenazado durante los años 70 y 80.
Sin embargo, cuando vino al país, Riley llamó la atención de todos cuando desestimó su valor en aquel equipo. “Yo me formé como entrenador en los Knicks, porque a los Lakers los podían dirigir cualquiera de ustedes. Ese equipo, con Magic, Kareem (Abdul-Jabbar) y James Worthy, lo tenía todo y era muy sencillo ganar”, opinó para sorpresa de los periodistas que una tarcedita estuvimos con él en una habitación del hotel Hyatt.
Lo que seguramente Riley quería decir es que, como entrenador, había hecho un mejor trabajo en NY, aunque no haya sido campeón. O, al menos, que aquellos Knicks habían reflejado mejor su forma de ser y dirigir. En la 90/91, los neoyorquinos habían tenido un récord perdedor (39-43) y, con la llegada de Riley, no sólo ganaron 12 partidos más (51-31) sino que se convirtieron en la gran amenaza del Este a partir de una dureza física y mental que impuso Riley.
Pat entendió la época. Los Chicos Malos de Detroit habían instaurado una rebelión contracultural, una revolución en el juego y ese ejemplo le sirvió a Pat para sentar las bases de su éxito en la Gran Manzana. Como había pasado con los Pistons, los Knicks tenían menos talento y recursos que los favoritos, en este caso los Bulls. Y la clave, entonces, era imponer una áspera estrategia defensiva, un juego de roce, que llevara al límite –física y mentalmente- a Chicago.
Aquellos Knicks tuvieron ese ADN, con guerreros –desde lo físico y lo mental- como Charles Oakley, Anthony Mason, Mark Jackson/Doc Rivers, John Starks, Gerald Wilkins/Xavier McDaniel y Greg Anthony. Así fue que, entre 1991 y 1995, Riley instauró unas formas que fueron diametralmente opuestas a aquellas de los Lakers, ganando un promedio de 56 partidos y siempre siendo animador en playoffs. Cayó en la final del Este de 1993 (tras estar 2-0) ante los Bulls y, cuando Jordan se retiró, llegó a la final NBA que perdió en un recordado Juego 7 ante Houston. Pero sin olvidarse que estuvo a un tiro de ganar el anillo: la recordada tapa de Hakeem Olajuwon a John Starks en la agonía del Juego 6 no lo permitió…
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En 1995 sintió que su etapa estaba cumplida en NY y presentó la renuncia. Riley pedía tener mayor injerencia en las decisiones gerenciales y el dueño no pensó lo mismo, extendiéndole el contrato al presidente David Checkettts, con quien Pat no coincidía en nada. Así se armó una novela que incluyó al Heat –interesado en Pat- y al mismísimo el comisionado David Stern, quien tuvo que mediar para que el Padrino pudiera salir de NY. Miami, para evitar una sanción y lograr su objetivo, debió resarcir a los Knicks: entregó un millón de dólares y un pick de draft que, como casi siempre, los neoyorquinos malgastaron… Pero Riley se fue, abriendo la etapa de la peor gestión deportiva de una franquicia en el deporte estadounidense –Knicks- e inaugurando una de las más exitosas y coherentes que se recuerden –Miami-. Para eso, el dueño Mickey Arison le dio todo. Y más, incluido el 10% de las acciones de la franquicia y un porcentaje ampliable al 20%, si se quedaba más de diez años.
Riley encontró en el Heat todo lo que necesitaba para un acto fundacional. Una franquicia que tenía apenas siete temporadas de vida y estaba queriendo ser más que un partenaire –nunca había clasificado a playoffs y en solo una había logrado récord positivo-, que estaba dispuesta a entregarle las riendas de todo, del equipo y de las decisiones en las oficinas.
Así fue que, con decisiones en todos los ámbitros, Riley empezó a sentar las bases de su reinado. Dentro de la cancha, supo que debía aplicar la misma receta deportiva que en los Knicks –juego lento, físico y con gran predominio de la defensa- y afuera ir más allá en su fórmula de exigencia y disciplina, ya que en una franquicia en ciernes, sin la presión popular y mediática que existía en la Gran Manzana, era mucho más realizable. En Miami estaba todo dado para sembrar, para construir a su imagen y semejanza, a partir del poder que le habían otorgado. Y así lo hizo. Lo primero que hizo fue obligar a que el Heat mejorara sus instalaciones de entrenamiento y la logística de sus viajes. Pidió avión privado y hasta que el equipo se alojara en lujos hoteles. Quería todo lo mejor, como tenían los mejores equipos, a los que pensaba ganarles. No quería que los jugadores tuvieran excusas cuando él les exigiera lo máximo, como tenía pensado.
A Pat, claro, no le tembló el pulso en las oficinas y, en apenas dos meses, metió dos canjes que potenciarían mucho al equipo. En noviembre, mandó a Glen Rice, la estrella del Heat (22.3 puntos), hacia Charlotte por Alonzo Mourning, dejando claro que otra vez, como en los Knicks con Ewing, iba a construir alrededor de un centro dominante. Y, en febrero del 96, dio a Kevin Willis y Bimbo Coles por Chris Gatling y Tim Hardaway, un base supertalentoso, ofensivo, que aún era una estrella a los 29 años.
Tim y Zoo se convertirían en las nuevas figuras de Miami y en los dos primeros jugadores en la historia de la franquicia en ser elegidos para un All Star. A ellos los potenció con una identidad fuera de la cancha y con un sistema adentro bajado en la disciplina táctica, la dureza física, la intensidad y una competitividad extrema. Lo que mamó en el secundario Linton y ratificó en Kentucky, lo que entendió cuando dirigió a la sombra de estrellas míticas y que pudo aplicar en su estancia en Nueva York. Así fue que, en 1997, logró el tercer premio de Mejor Coach, cuando saltó a la friolera de 61 triunfos, cuando había tomado al Heat con apena 32… “El éxito de Miami se basa en gran medida en Hardaway”, admitió en aquella charla en Buenos Aires. La derrota ante los Bulls, en la final del Este, no opacó una gran temporada, pero le dejó claro a Riley que le faltaba talento para competir contra el mejor equipo de la historia.
Las dos tempranas eliminaciones en primera ronda de playoffs, nada menos que ante los Knicks, fueron golpes demasiados duros, sobre todo la del 99, cuando Miami era el #1 del Este y fue sacado por el #8, en un Juego 5 en casa y tras estar arriba 2-0 en la serie. El equipo, con una identidad muy marcada, siguió teniendo mucho éxito en fase regular pero, a la vez, se mantuvo el karma en playoffs. Los fantasmas volvieron a ser los neoyorquinos, en la semi del Este (4-3) del 2000, y el golpe de nocaut llegó en el 2001, con un 0-3 ante Charlotte en la rueda inicial. En 2002 y 2003 el equipo no llegó a la postemporada y Riley, tras una horrible temporada de 25-57, renunció al cargo, manteniendo su puesto en la gerencia. Fueron los años oscuros de El Padrino. Algo estaba fallando, tal vez demasiado sistema y poco talento. Por eso Pat decidió concentrarse en las oficinas, en buenas decisiones para que Miami volviera a tener más recursos individuales y la proyección como equipo que había perdido…
Y ahí fue cuando el Jefe acertó un pleno. En el draft del 2003 eligió a Dwyane Wade, el que tal vez sea hoy el jugador más importante en la historia de la franquicia. Esa selección sería el comienzo de una segunda etapa, la estrella para reconstruir su alrededor. Otros dos fichajes resultaron decisivos para que sentar las bases colectivas, de su filosofía de juego y social. El primero fue de un ignoto Udonis Haslem, un limitado ala pivote que venía de Francia pero, de a poco, en base a entendimiento de su rol y de sus limitaciones, resultaría la bandera de los obreros y de la cultura Riley. Sacar de la galera a un jugador no elegido en el draft, lo que con el tiempo se convertiría en una especialidad de la casa. El otro resultó la contratación de Stan van Gundy, un DT a su estilo: duro, hiperexigente, muy enfocado en la defensa y con un gusto por el juego lento y paciente.
Pero Pat, fiel a su estructura mental, sabía que algo le faltaba: un pivote dominante, como siempre había tenido en sus equipos. Así fue que en julio del 2004 mandó buena parte de lo que tenía (Lamar Odom, su goleador, Brian Grant, Caron Butler y dos picks de draft) a los Lakers para quedarse con Shaquille O’Neal, aprovechando que el centro estaba peleado con Kobe. Shaq, a los 32 años, ya no era el mejor de la NBA pero sí lo suficientemente determinante (23 puntos y 10.4 rebotes) como para potenciar a Wade. La derrota en el Juego 7 de la final del Este sólo demoró el desenlace un año más. Para la 05/06, Riley entendió que tenía rodear a Wade -una auténtica estrella- con veteranos y así fue que Shaq, Mourning, Gary Payton, Antoine Walker y Jason Williams resultaron muy valiosos para que DWade se consagrara como MVP (34.7 puntos, 7.8 rebotes y 3.8 asistencias) en la victoria ante Dallas en la final. Antes, claro, Pat le había hecho caso a una corazonada: que debía tomar el timón del barco. Así fue que despidió a Van Gundy y volvió a dirigir, sin dejar la gerencia. La movida le salió perfecta, una vez más.